Día 10. Sola en casa.
Pasaba las horas sentada en la hamaca que custodiaba la entrada a su hogar. Desde allí, incluso con sus ojos cansados por la edad, vigilaba que nadie intentara robar sus campos aprovechándose de que era una vieja. Delgada hasta el extremo, y con tantos años que se rumoreaba que la muerte se había olvidado de pasar a recogerla, parecía ir a romperse de un momento a otro como una rama zarandeada por un fuerte viento.
Pero las apariencias engañan y si no que se lo digan al último incauto que creyó que podía entrar a robar en sus tierras, y es que Donna escondía un secreto desde que Cujo, el San Bernardo que tenían en casa, les atacó, contagiado de rabia por un murciélago, y que terminó con la vida de su hijo al mantenerlos dos días encerrados en el coche.
Y es que cuando Donna se decidió enfrentarse a él llevada por la desesperación de ver como su hijo se apagaba por el calor y la falta de agua, Cujo la mordió antes de que ella pudiera matarlo a golpes y, aunque todos creyeron que se curó sin secuelas, eso no era del todo cierto.
La rabia, que había transformado a su cariñoso perro en una bestia asesina, mezclada con la que sentía por no haber sido capaz de salvar a su hijo habían emponzoñado su sangre hasta convertirla también en una bestia. En una más lista y que había sabido ocultarse mejor, pero igual de sedienta de sangre y venganza, igual de atormentada que su fiel mascota, igual de enferma.
Y es que cuando alguien se atrevía a importunar su paz, cuando osaban invadir su hogar, entonces la sangre le hervía, la enfermedad se apoderaba de ella y su cuerpo de anciana se transformaba en Cujo, en su enorme perro San Bernardo, que seguía matando como había hecho con su exmarido o su hijo.
Ahora Donna era Cujo y nada ni nadie perturbaría jamás la paz de su hogar.
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