Día 3. QUIERO SER MAGO. Estaba harto, aburrido, cansado, asqueado. No lo soportaba más. Puede que estuviera hecho de trozos de cadáveres de distintos cuerpos, puede que fuera un puzle defectuosamente montado —hasta habían tenido que ponerle tornillos para que no perdiera la cabeza—, pero los sentimientos eran propios, suyos, de nadie más y no iba a dejar que siguieran jugando con ellos.
No era Frankestein, ese era el apellido del loco doctor que lo creó, no su nombre. No era el monstruo de Frankestein, pues no era de su propiedad. Había llegado la hora de tener un nombre, una identidad propia, que no dependiera de nadie más que de él y sus actos. Él soñaba con ser mago.
Por eso, cuando el doctor profanó una última tumba para reponerle la mano que había perdido al rompérsele las costuras, robó el sombrero con el que el hombre había sido enterrado. Con él haría magia en sus espectáculos.
Pese a no tener un nombre en el cartel que anunciaba su espectáculo, su simple imagen en el mismo hizo que el teatro se llenara.
A los nervios de su primera actuación se le unió el malestar de que todos murmuraran el nombre que tanto odiaba en el patio de butacas.
«Es Frankenstein». «Frankenstein, el mago». «La actuación del monstruo de Frankenstein», murmuraban.
Salió al escenario, ataviado con su recién adquirido sombrero, y con su nueva mano empezó a sacar de su interior flores marchitas, palomas muertas, conejos degollados…
Los gritos de asombro, incredulidad e histeria del público borraron de un plumazo el nombre de Frankesteín de sus labios. Se alegró. Tenía para ellos una última sorpresa. Un último truco.
Ante el asombro y griterío general sacó la cabeza de su creador de dentro del sombrero y la mostró ufano, con una sonrisa podrida en el rostro.
Aquel día dejó de ser el monstruo de Frankenstein y todo el mundo empezó a llamarle El sombrerero loco.
Imagen obtenida de Google. Los derechos pertenecen a su autor. Derechos del relato registrados @2022 Ager Aguirre
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