Odiaba la Luna llena. Esa noche en la que los licántropos salían a aullar por el bosque y que lo dejaban todo perdido de restos humanos. Aquel era su bosque, su lugar de calma, y todos los meses, como si de unas fiestas patronales se trataran, venían a incomodarle con sus aullidos. El duende tenía que hacer algo para evitar que a la siguiente noche la luna volviera a brillar radiante en el cielo. Quería dormir en paz.
¿Pero cómo evitarlo? ¿Cómo conseguir que la luna no completara, por enésima vez, si ciclo? El era un pequeño duende y la luna quedaba muy lejos de su alcance. ¿O no?
Como buen duende entre sus poderes estaba el de fabricar artículos mágicos y se pasó todo la noche y gran parte del día forjando en su cobertizo un caldero, pero en tan poco tiempo no podía fabricar uno en el que cupiera la luna entera, así que fabricó uno más pequeño, pero suficiente para el plan que había elaborado en su cabeza.
Esa noche, cuando la luna iluminara el firmamento, iba a robarla y sin nadie a quien aullar los licántropos lo dejarían dormir.
Para ello, con su caldero mágico terminado, se acercó al río a última hora de la tarde y esperó paciente a que la luna se reflejara en el agua. Entonces invocó la magia del caldero y lo arrojó sobre el reflejo lunar cubriéndolo por completo. Con el peso del caldero este se hundió en el fondo del río y, con su magia, arrastró a la luna con él provocando la oscuridad en el cielo.
Esa noche los lobos y licántropos desconcertados no pudieron aullar a la luna y el duende se fue a su casa feliz.
Aprovechando la oscuridad reinante, una lechuza observaba escondida al duende que sin la luz de la luna fue incapaz de descubrirla. Para cuando se dio cuenta de la presencia del ave rapaz ya tenía sus fuertes garras clavadas en el pecho.
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